Revista Caos

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    Virgo Caballo
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    Mensaje por ShadowLighty Jue Oct 21, 2010 12:24 pm

    Vivamos, lo que nos queda por vivir...

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    Mis ropas sucias y gastadas me hacían recordar cuanto tiempo había pasado. Cuatro meses, cuatro eternos meses llevaba en ese maldito infierno de los vivos. Trabajos forzados a la intemperie, bajo enfermedad y pestilencia, los cadáveres caían uno a uno a mis lados.
    Algunos decían que los alemanes habían sido bondadosos con nosotros, nadie había durado tanto, quizás nuestra forma de trabajar les daba para exigir aun más.



    Esa era una muy fría mañana, según creo yo era ya el mes ocho del infierno, como ahora le decíamos.
    La alarma sonó más temprano que de costumbre, entraron cinco soldados por “casa” a sacarnos como fuese que estuviésemos vestidos, una vez salimos comprendimos que ocurría, porque tanto alboroto.
    Camiones cargados de soldados se iban mientras algunos otros terminaban de desmantelar las ya deterioradas torres de vigilancia.
    Gritos, muchos gritos se oían, mientras que algunos disparos los acallaban.
    Una larga fila nos llevaba y guiaba lentamente, las horas pasaban y avanzábamos de a veinticinco pasos. Nuestra hora del cielo, había llegado.



    Un olor pestilente comenzaba a emanar de los baños, una mezcla de sulfuros y cadáveres.
    Al paso de los minutos perdía levemente la conciencia estando de pie, posiblemente ya comenzaban a hacer efecto los malditos gases.
    -¡Alemanes bastardos! No nos matan de un tiro por ahorrarse las balas, ¡Hijos de puta!
    -Bastardos…
    -¿Te sientes bien?
    -Estoy algo mareado tranquilo…

    ¡Bewegung!
    Muévanse, eso quería decir el del fusil en el hombro, después de ya tantas veces de oír ordenes te comienzas a acostumbrar.
    La fila se movía y comenzamos a entrar, a veces recibíamos golpes y burlas de los uniformados, se burlaban de nuestro destino, tontos ellos que sufrirían uno peor. Aquí ya no entendía que significado tenía morir por un país que solo te recordará como héroe, y un mundo que lo hará como asesino.
    Nos sentamos en dos bancas largas, algunos tuvieron que estar de pie puesto que la última fila era de unas treinta personas.
    Nunca supe reconocer los rangos, pero puede haber sido un capitán quien entró al baño, con su respectiva mascara pues claro, a decirnos unas cuantas palabras. En este momento ya nada posee valor, ni las mismas palabras de la muerte.

    Una vez salió el soldado el gas comenzó de inmediato, algunos vomitaban enseguida, otros aguantaban la respiración con ambas manos, creyendo que así podrían resistir hasta el final. Vi muchachos siendo tapados por sus padres para que no respirasen y otros ahogándose para acelerar el proceso, una vista lamentable.

    Lentamente comencé a tambalearme y perder la nitidez de la vista, tocía como si tuviese vidrio en la garganta, me ardía y quemaba hasta el más mínimo milímetro de mí ser. Nunca pedí a la muerte rapidez, porque sabía que llegaría a su debido momento, pero esta vez la ansiaba, yo… quería morir.

    Un estruendo, fue lo último que oí, pero mis ojos ya no me dejaban identificar que sucedía…
    Para cuando desperté vi el gran cielo azul, con bellas nubes de un blanco puro y un sol que cubría toda la inmensidad. Mis oídos lentamente comenzaron a identificar sonidos, lo que pudo ser el coro de los ángeles fue cambiado pero el ruido ensordecedor de un motor a punto de reventar. Lentamente me incorporé apoyándome con mis manos para mirar fijamente a mis lados. Muchos de los que habíamos entrado en el baño estaban allí.
    -¿Qué sucedió?
    -El distribuidor de gas explotó.
    -¿Estamos vivos?
    -Y por bastante, nos llevan al campo cuarenta y seis, allí están construyendo una mini ciudadela de refugio para sus heridos, y adivina quienes deben construirla.
    -Ya veo…



    Era una fila de aproximadamente cuarenta hombres y otra de fila de unas veinte mujeres, todos en frente de un militar que brillaba como el sol por sus medallas. Uno de los nuestros hacía de traductor para todas sus palabras; debíamos construir esta ciudadela, cada hombre trabajaría en eso, cada hombre viviría por su pan y su agua, y si trabajamos bien comeríamos bien. Las mujeres serían operadoras y costureras. Además tendríamos doce horas de trabajo al día, ocho horas en las recamaras y cuatro horas libres para viajar dentro de la ciudadela.
    Esto sería como vivir… O lo más parecido a ello.

    El militar se fue y uno de menor rango llegó, mandó a unos cuantos y se llevaron a las mujeres a sus zonas de trabajo y a nosotros nos comenzaron a delegar funciones.
    El traductor se mantenía en su posición repitiendo las órdenes del militar de rango inferior.
    Pidieron a carpinteros y escultores, también a algunos ingenieros.
    Cuando ya quedaban menos personas el militar preguntó por un cocinero, nadie levantó la mano… Fue cuando recordé el consejo de un amigo: “Si alguna vez estos malditos piden a alguien para trabajos caseros, siempre di que sí; no es algo que no hayas hecho en tu vida, y créeme, son los mejor pagados”.
    Alcé la mano junto con otros dos hombres, desde ese momento seríamos los encargados de la cocina, de alimentar a todos los muertos por vivir.



    Los meses seguían haciéndose eternos, pero con esta nueva “vida” podía descansar bastante en comparación al maltrato que sufríamos en el otro campo.
    Cocinar era la mejor labor del lugar, poseías más horas libres y con eso podías deambular por la “Fuerza”, nombre que le habían puesto a la ciudadela, con toda tranquilidad. Sin un soldado te sorprendía haciendo el vago, solo debías decirle que buscabas alimentos ya que eras el cocinero y con eso ya tenías tu pase asegurado.

    El tiempo siguió pasando, no existía ningún hombre que no se conociese entre sí, éramos ya casi un pueblo e inclusive muchas relaciones entre trabajadores y operadoras se dieron con el tiempo.
    Nuestra forma de vivir mejoraba tranquilamente, los soldados nos trataban casi de iguales, quizás por vernos tanto tiempo, o quién sabe. A veces nos juntábamos en las noches a jugar cartas y apostar, bastante orgullosos y malos perdedores eran estos alemanes, pero inclusive eso aportaba su gracia al momento.

    La gente me conocía, soy quien les da de vivir… solían decir cada vez que les servía su porción de alimento.
    Los mareos me tenían molesto, a veces me sentía mareado y cansado. No quería demostrarlo en la cocina, no quería perder mi trozo de paraíso.

    -¿Y tienen algo?
    Él trabajaba conmigo en la cocina, ya solo éramos dos, el anterior, tuvo peor destino…
    -¿De qué hablas?
    -De la de cabello largo y negro.
    -Aun no entiendo.
    -¡Ah por favor, se mantienen con los ojos pegados durante las cuatro horas libres! Ve a hablarle, yo me encargo aquí.



    Se cumplió un año desde que fui aprisionado por los alemanes y forzado a trabajar, pero a pesar de todo este ha sido el mejor año de mi vida. Su nombre era Elizabeth, y nos amábamos con toda nuestra existencia, usábamos nuestras horas libres para vernos y disfrutarnos, cada segundo era valioso, excepto por… Muchas veces me mareaba y perdía levemente la razón, trataba de ocultar esos segundos para no preocupar a Elizabeth o a mi amigo cocinero, pero se volvía insoportable, ya cada vez pasaba de forma más seguida y repentina.

    -Si sigues así te retiraran de la cocina.
    -No dejare que me vean.
    -¿Y Elizabeth?
    -Mientras mantengas tu boca en silencio todo estará bien, eres el único que lo sabe.

    Una gran explosión se oyó a los lejos que nos hizo volver a l mundo, era el último ataque y nosotros en nuestra pequeña ciudad alejada de la verdad.
    Corrí a toda velocidad para buscarlas, pero caí al suelo al último paso, mi vista deambulaba por al universo, al igual que mi existencia, vomite todo lo que había comido, de a poco comenzaba a desvanecerme… mi conciencia no podía más.



    -¡Alemanes bastardos! No nos matan de un tiro por ahorrarse las balas, ¡Hijos de puta!

    Esa voz la recordaba, ese tiempo, ese espacio… esa verdad. Este lugar me era familiar, esta fila de gente en la que me encontraba… estaba en el campo, en el antiguo campo.

    -¿Te encuentras bien?
    -Sí, más que bien…
    -¿Eres idiota, como dices eso? Nos van a matar, estamos aquí…

    La voz se enmudeció para mis oídos. Solo cerré los ojos y descanse, viendo como se abría el paraíso para mí…
    -Ya viví… todo lo que me faltaba por vivir.

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